EL IMPRESIONISMO
Los impresionistas se preocuparon más por captar la incidencia de la luz sobre el objeto que por la exacta representación de sus formas, debido a que la luz tiende a difuminar los contornos y refleja los colores de los objetos circundantes en las zonas de penumbra.
Los pintores académicos definían las formas mediante una gradación tonal, utilizando el negro y el marrón para las sombras. Los impresionistas eliminaron los detalles minuciosos y tan sólo sugirieron las formas, empleando para ello los colores primarios —rojo, azul y amarillo— y los complementarios —naranja, verde y violeta—.
Consiguieron ofrecer una ilusión de realidad aplicando directamente sobre el lienzo pinceladas de color cortas y yuxtapuestas, que mezcladas por la retina del observador desde una distancia óptima aumentaban la luminosidad mediante el contraste de un color primario (como el magenta) con su complementario (verde). De este modo, los impresionistas lograron una mayor brillantez en sus pinturas que la que se produce normalmente al mezclar los pigmentos antes de aplicarlos.
¿Qué pretendió el impresionismo?.- Representar la móvil apariencia que reciben nuestros sentidos de cómo son las cosas.
En la segunda mitad del siglo XIX la física investiga la naturaleza de la luz, y muchos pintores sintieron sobre los fenómenos luminosos y su aplicación a la pintura. La luz es el vehículo necesario de toda impresión visual. Es la luz solar la que, cayendo con mayor o menor inclinación, con intensidad distinta, directa o reflejada, sobre las cosas, engendra la ilusión del color y de la línea, que es inherente al fenómeno de diferenciación de los colores. De manera que lo que nosotros vemos, en rigor, no son los objetos sino las manchas coloreadas -atmósfera, luz- que las envuelven y que es lo que hay que pintar, pues es lo cierto que, a pesar del carácter irreal de la impresión, para el pintor tiene el mismo valor que la realidad objetiva.
Como resultado de esta teoría, la técnica pictórica sufrió una profunda transformación. Puesto que la retina viene a ser el laboratorio donde los colores, que llegan separados, se unen y combinan según leyes de simpatía para dar la sensación última, se hacía innecesaria la mezcla en la paleta, y bastaba, para el fin propuesto, su yuxtaposición, observando las leyes de complementariedad y contraste.
En consecuencia, los impresionistas compusieron una paleta de colores puros, desterrando los tonos oscuros, neutros y grises que no aparecen en el espectro solar, con lo que el resultado es una pintura luminosa, de tonalidades vivas y claras. Como todo este maravilloso mundo coloreado, para hacerse visible, requería la colaboración de la luz libre, los impresionistas se dedicaron, sobre todo, al paisaje, dando origen a la pintura llamada plenairista o al aire libre.
Aunque hay antecedentes en distintas épocas y países, el impresionismo como escuela puede decirse que nació en Francia, cuando un grupo de pintores empezó a interesarse en los problemas de la luz y quiso aplicarlos a sus pinturas, formulando unas reglas que pueden definirse así:
· El pintor debe pintar lo que ve, la sensación que reciben sus ojos, aunque sepa que las cosas son de otra manera a como las percibe. Es la impresión visual lo que hay que transmitir.
· Las cosas no tienen color propio, sino que es la luz la que lo engendra y presenta como una apariencia real. Por tanto, la luz, las condiciones con que se produce, influirán decisivamente en el aspecto sensible de las cosas. La atmósfera, el día, la estación, etc.. cambian los colores, de tal modo que las cosas no son iguales a sí mismas en ningún momento.
· Los colores, modulados y desdoblados en matices y tonos más claros o más oscuros, sirven para sugerir la forma de los objetivos y la distancia.
· Por virtud de las leyes de complementariedad, las partes no iluminadas directamente tendrán tonalidades violetas. Los efectos luminosos, por lo tanto, se basarán en el contraste binario : amarillo-morado.
· Para lograr la limpia intensidad de la luz real, los colores no se mezclan en la paleta, sino que se aplican separadamente buscando el tono adecuado por medio de la combinación óptica. De aquí que los impresionistas trabajasen con una serie de colores limitada a los del espectro solar, o sea, rojos, amarillos, violetas, azules y, en menos proporción, el blanco.
Temática.-
Los impresionistas reprodujeron las transformaciones de la naturaleza durante el transcurso de cada estación. Además del cambio de estaciones, la evolución del paisaje durante el día despertó el interés de los impresionistas, desde las primeras horas de la mañana, durante el invierno, hasta el atardecer, en otoño. Monet trató de captar las incesantes modificaciones de los objetos durante el transcurso del día, al paso de las estaciones y según las variaciones atmosféricas. Esta búsqueda pictórica dio como resultado las "series" de los años 1890 (Almiares, Álamos, Catedrales...). Al pintor le agradaba traducir el aspecto efímero del paisaje observado; se interesaba en el aire y en la luz, o, dicho de otra manera, en lo que estaba entre sus ojos y el motivo seleccionado; intentaba pintar lo impalpable.
Renoir podría ser considerado como "el retratista", pues el rostro femenino le inspiró profundamente. Sus modelos reflejan las diferentes etapas de la vida, desde bebés o niños con rostros expresivos (particularmente aquellos que formaban parte de la familia del artista), hasta mujeres de porte elegante. Renoir supo también captar la despreocupación, la alegría y el resplandor de la juventud.
EL PAISAJE REALISTA

EL REALISMO FRANCÉS
EL REALISMO
EL REALISMO
El Contexto
En 1848, Karl Marx publica el Manifiesto Comunista, donde proclama la futura hegemonía del proletariado en el escenario de la lucha de clases. Ese mismo año se produjo en Francia la llamada Revolución de 1848, en donde por vez primera los obreros organizados luchaban por sus intereses de clase. Esta revolución terminó con la subida al poder de Luis Bonaparte, el Segundo Imperio, pero se pudo percibir que la historia cambiaba de signo, por primera vez desde la Revolución francesa, iniciándose entonces la era de las agitaciones sociales revolucionarias.
En el terreno del arte, a partir de la década de 1840 aparecen grupos que se autoproclamaban «realistas». Y en la Exposición Universal de París de 1855, el más señalado representante de estos nuevos artistas rebeldes, Gustave Courbet, se construyó un pabellón particular para exhibir en exclusiva su obra y puso en el cartel de la entrada: «El realismo».
Courbet y todos aquellos que usaron el término «realismo» lo entendían como una reacción frente al movimiento romántico, que se evadía de la realidad en pos de la imaginación y se declaraba rabiosamente subjetivo. Desde luego, el realismo fue antirromántico, pero no fue sólo eso.
Un de sus objetivos fundamentales era dar cuenta de la realidad presente. Era lo que planteaba el poeta Charles Baudelaire demandaba de los artistas: que se ocuparan de «el heroísmo de la vida moderna». En una palabra, estos realistas querían para su arte la realidad toda y no sólo algunos de sus aspectos más amables o singulares.
Por otra parte, la Revolución industrial había impulsado la investigación científica y tecnológica, fortaleciéndose la confianza del hombre en su capacidad de dominio de la naturaleza. Estos descubrimientos científicos influenciaron a las artes. Así, por ejemplo, el desarrollo del ferrocarril, cuya velocidad permitía una contemplación muy diferente de la realidad; o la nueva tecnología de la óptica, capaz ahora de penetrar en lo infinitamente pequeño o salvar visualmente distancias astronómicas, por no hablar de la industria fotográfica. Indudablemente, ya no se miraba la realidad de la misma forma y se veían cosas diferentes que en el pasado.
En el realismo, así pues, convergieron muchas cosas: el positivismo filosófico, la ciencia, el socialismo, el nuevo estilo de vida urbano, la fe ciega en el progreso. Era el arte de una sociedad que veía, sentía, creía, pensaba y soñaba de una forma nueva.
Los nuevos consumidores de arte.-El público, entendido como consumidor anónimo de arte por parte de una masa social cada vez mayor, sólo aparece en nuestra época. Antes, el consumo artístico estaba restringido a una minoría muy reducida, la elite aristocrática y su cortes, que no tenían problemas para comprender el arte, entre otras cosas, porque participaban, mediante el encargo, en su misma elaboración intelectual.
Cuando, desde aproximadamente el siglo XVII, se fue ensanchando la base social de consumidores del arte, fenómeno que ha culminado en nuestra época, las relaciones entre el artista y el consumidor dejaron de ser directas, y pronto esta ausencia de relación se transformó en mutua hostilidad. A la mayoría de este público, más amplio pero menos consciente e informado, le interesaba sólo los valores artísticos muy establecidos, los sancionados por la costumbre y el paso del tiempo, mientras que a los artistas modernos, guiados por el culto de la novedad, les interesaba hacer justo lo contrario: experimentar con lo nunca antes hecho. Lo más común era que cada innovación fuera objeto de rechazo por buena parte del público, hasta que acababa por implantarse y ser aceptada.
Esta conflictiva situación se fue deteriorando, según avanzó el siglo XIX, contribuyendo a la aparición de la llamada «bohemia» artística, formada por el conjunto de artistas innovadores alternativamente ignorados o preferidos por el público, y también, a partir de la difusión de las obras del círculo impresionista, al fenómeno del «escándalo público», ocasionado por la exhibición de obras de arte que recibían el rechazo del público por una u otra razón.
El Salón de los «Rechazados».-El rechazo llegó a adquirir las dimensiones de escándalo a partir de la irrupción en la escena pública del círculo de los impresionistas. El detonante de esta explosión fue la exhibición en el Salón de los Rechazados, de 1863, de dos cuadros de Edouard Manet: El almuerzo campestre y Olimpia, que produjeron en el público visitante un verdadero tumulto. El Salón de los Rechazados fue una creación del Estado francés para ofrecer una salida al cada vez mayor número de artistas que no eran admitidos por el jurado correspondiente en el Salón oficial, lo que ya revela la tensión social que es taba generando el enfrentamiento entre el gusto artístico innovador y el oficial, más conservador, con el que se identificaba el público. Por lo demás, ni que decir tiene que el público, paradójicamente, acudía con más asiduidad al Salón de los Rechazados que al oficial, porque resultaba más divertido reírse de las novedades que contemplar, en plan serio, una obra que creían tener que admirar, aunque tampoco supieran bien por qué.
6.-RECAPITULACIÓN FINAL
6.-RECAPITULACIÓN FINAL
A mediados del siglo XVIII, apareció una división entre lo clásico y lo romántico. Los clasicistas creían que el arte debía buscar la noble simplicidad y la sosegada grandeza. Los románticos, por el contrario, creían que el arte debe sustentar emociones. El romántico quiere poner de relieve lo local y lo individual frente al universalismo, y lo emotivo frente a lo racional. El romántico defiende la experiencia y romper con el arte mimético y las copias. Dio fuerza, emoción, libertad e imaginación a la clásica corrección de las formas del arte, fue una rebelión contra las convenciones sociales. Aunque los historiadores suelen separar los estilos, lo cierto es que el Romanticismo y el Clasicismo se combinan. Su final podría fijarse con el comienzo del Realismo, aunque resurgirá con el Simbolismo.
5.-NAZARENOS Y PRERRAFAELISTAS
5.-NAZARENOS Y PRERRAFAELISTAS
Uno de los episodios más curiosos de la nueva estética romántica fue el intento de devolver a la pintura su primitivo sentido religioso, tal y como se creía que se había producido en los antiguos monasterios medievales.
En 1797 se publicó anónimamente en Berlín un folleto con el título de Efusiones del corazón de un monje amante del arte en donde se entiende el arte como sentimentalismo a ultranza, ingenuidad cordial y concepción mística. Esta obra produjo un impacto formidable y tuvo una gran influencia. Y así, pocos años después, en 1809, se formó en Viena la Comunidad de San Lucas, un grupo artístico que trataba de llevar a la práctica ese mismo espíritu artístico cristiano.
Los Nazarenos.-Poco después de su fundación se trasladaron a Roma, donde se instalaron en un monasterio abandonado. Pronto fueron conocidos con el nombre de «Nazarenos», por sus ensoñaciones místico-religiosas.
Característico del grupo fue su condición de comunidad artística fraterna, que, con variaciones, se repetirá en muchos de los posteriores grupos vanguardistas; en general, su espíritu presidirá el modo de relacionarse de los círculos artísticos bohemios, que hallaban en este ambiente de camaradería un modo de resistencia frente al rechazo burgués.
El ideal artístico de los Nazarenos era retornar al arte primitivo de los orígenes del Renacimiento, el de antes de Rafael, tradicionalmente despreciado por considerarse rudo, ingenuo y elemental. Amantes de la pintura decorativa al fresco, donde, además, se podía trabajar en colaboración, estos Nazarenos decoraron algunas estancias de palacios romanos con escenas del Antiguo Testamento o inspiradas en la obra literaria de Ariosto y Tasso, pero también fueron retratistas penetrantes, muy preocupados por captar el alma, la profundidad psicológica de sus modelos.
Los Prerrafaelistas.-Casi medio siglo después, en 1848, otro grupo de artistas fundó en Londres la Hermandad Prerrafaelista, cuya denominación ya indica su voluntad de fijarse también en el arte anterior a Rafael, impugnando el clasicismo tradicional.
A pesar de estas similitudes entre el grupo británico y el germánico de los Nazarenos, hubo entre ellos notables diferencias. También poseían una concepción mística del quehacer artístico, pero sus mentores ideológicos, sus fuentes literarias y su estilo pictórico fueron distintos.
Para entender a este grupo británico, hay que comprender el brutal desarrollo industrial y urbano del Reino Unido desde hacía ya casi un siglo, así como el triunfo social de una ideología burguesa pragmática y positivista, forjada en el comercio, de moral severamente puritana, muy poco espiritual y, desde luego, ajena por completo a las inquietudes artísticas. En este contexto se explica la reacción de aprecio romántico por los ideales caballerescos de la Edad Media, la religiosidad, el sentido poético y la obra artesana.
Desde el punto de vista pictórico, los Prerrafaelistas no fueron homogéneos, pues, entre ellos, hubo desde cultivadores de una especie de hiperrealismo, que podemos calificar de «óptico», ya que su tratamiento del detalle revela la influencia de las modernas lentes de aumento, hasta elegantes y sofisticados simbolistas, que amaban pintar figuras legendarias, de porte estilizado y miradas perdidas, en medio de una atmósfera de cuento de hadas. Citaremos a John Everett Millais (1829-1896) y a Dante Gabriel Rossetti (1828-1882).
4.-PINTURA ROMÁNTICA FRANCESA
4.-PINTURA ROMÁNTICA FRANCESA
Théodore GÉRICAULT (1791-1824) fue una figura típicamente romántica —apasionado, melancólico, rebelde y valiente hasta la temeridad—, que apenas vivió treinta y tres años.
Alcanzó una polémica fama con un cuadro monumental, La balsa de la Medusa (1818), que representaba la terrible peripecia sufrida por unos náufragos frente a las costas de África, los cuales tuvieron que permanecer en medio del océano durante muchos días hasta ser finalmente rescatados. Con esta obra maestra, Géricault culminaba una labor de años empeñada en la representación de temas épicos, de naturaleza trágica, como sus retratos monumentales de jinetes que cabalgan hacia el combate, o el de los heridos que se retiran. Al interesarse por un tema de actualidad, en vez de refugiarse en asuntos legendarios del pasado, Géricault se estaba comportando como un artista moderno, en el sentido que tomó este término durante el siglo XIX: el de modernizar los temas, otorgando a la actualidad el rango artístico que hasta entonces sólo se concedía al pasado mítico.
En 1820, Géricault, que ya había realizado el correspondiente viaje de estudios a Italia en 1816, transportó a Inglaterra su gran cuadro de La Medusa para exhibirlo en una muestra itinerante. Durante este viaje Géricault pudo conocer en directo la novedosa pintura británica y, en especial, se sintió atraído por la obra del paisajista Constable.
Como retratista, Géricault realizó una serie de retratos de alienados, de gran profundidad psicológica. Hasta el final de su carrera, Géricault simultaneó temas de género con asuntos épico-trágicos, dotándolos de una energía que ya no es espiritual, sino que se alimenta del ímpetu salvaje de los instintos. De hecho, fue un excelente pintor animalista, que capta esa fuerza bruta, esa energía animal que los hombres civilizados de nuestra época, encerrados ya en las ciudades y de espaldas a la naturaleza, comenzaban a añorar.
Eugéne DELACROIX (1798-1863) fue otro personaje exaltadamente romántico en espíritu, temperamento, aficiones y modo de vivir. Siete años más joven que Géricault, del que fue amigo y ferviente admirador, Delacroix fue un pintor de radical orientación romántica por su estilo y temas.
Pictóricamente, Delacroix bebió en fuentes artísticas parecidas a las de Géricault, pero, a diferencia de éste, ya no hizo el consabido viaje a Italia. En cambio, muy en la nueva ruta de iniciación romántica, Delacroix viajó, en 1825, a Inglaterra y, en 1832, al norte de África —Argelia y Marruecos—, con una corta visita al sur español, donde escribió esa famosa declaración de que allí, entre los exóticos moros, se hallaban los verdaderos griegos de David, ejemplo del definitivo cambio de gusto.
Se dio a conocer en el Salón de 1822, con La barca de Dante, una escena tomada de la Divina Comedia en la que representa a Dante y a Virgilio atravesando las aguas del Infierno, infestadas de cuerpos convulsos, el primero de una larga serie de cuadros sobre temas de tempestades y naufragios.
Como otros jóvenes contemporáneos, se entusiasmó con la Guerra de Independencia de los griegos, creando de resultas ese monumental cuadro elegíaco de las Matanzas de Quíos (1824). Con la Muerte de Sardanápalo (1827-8), inspirada en un relato de Byron, donde un sátrapa oriental, viéndose perdido ante sus enemigos, ordena a su guardia personal exterminar ante su indolente mirada todos sus bienes, incluidos sus caballos y las mujeres del harén, Delacroix alcanza su cenit en este tipo de historias épicas, de fuerte acento exótico.
Asiste a la Revolución de 1830, una revolución y una fecha cruciales para el triunfo del romanticismo literario y artístico en Francia, y dedica a esta revuelta una alegoría monumental: La libertad guiando al pueblo, donde una mujer, con el pecho desnudo y gorro frigio, conduce, entre barricadas urbanas, a los ciudadanos insurgentes de todas las edades y clases sociales.
En 1834, como evocación de su visita al norte de Africa, pinta Las mujeres de Argel, un cuadro destinado a hacer época y muy imitado por las generaciones posteriores, pues en él se compendian el misterio de un interior cerrado y penumbroso, algo claustrofóbico, con una fuerte sensualidad, marcada por un uso original y brillante de los colores que Delacroix, adelantándose a los impresionistas, emplea ya con contrastes complementarios. Notable retratista, Delacroix fue también un excelente pintor de grandes decoraciones en edificios públicos como La lucha de Jacob con el ángel (1861), en la Iglesia de San Sulpicio de París.